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viernes, 30 de enero de 2015

Capítulo 4 - El Anciano

La mañana amaneció blanca. La escarcha coloreaba cada hoja de árbol y cada brizna de hierba, congelando todo aquello que había permanecido a la intemperie en esa fría noche sin nubes. Los tres compañeros salieron de la cueva donde habían descansado, frotándose las manos para entrar en calor y ciñéndose las capas para cobijarse de la brisa heladora. Tan solo Keinar parecía impasible ante la extrema temperatura, avivó el paso y se alejó unos metros de sus otros dos acompañantes para otear el sendero y evitar más sorpresas. Aún sentía cierto resquemor hacia sí mismo por el desliz que casi le cuesta la vida y no quería cometer ese tipo de errores por segunda vez. No permitía que nadie le distrajera mientras rastreaba y tampoco se comunicaba con ellos, tan solo se dedicaba a caminar en la vanguardia con paso firme, seguro y decidido.

—¿Os conocéis desde hace mucho tiempo? —preguntó Taryon a Arda sin dejar de mirar la espalda de Keinar.

—Sí, mucho. Nacimos al mismo tiempo y en la misma casa, nuestras madres son hermanas. —respondió ella con una sonrisa.

—¡Ah! ¿Entonces sois primos? —le preguntó entusiasmado por poder al fin entablar una conversación con alguien y, sobre todo, porque ese alguien era una elfa.

—Eso es. Y tú, pequeño ¿Tienes familia?

La mirada de Taryon se ensombreció recordando el reciente asesinato de su padre y la contestó: —Sí, una tía en Narboth y creo que un tío en Mandun, pero nunca le he visto.

—Eres casi un hombre. Pronto formarás una familia. —le dijo para intentar devolverle la sonrisa.

—Supongo que eso será cuando deje de perseguirme el rey Vartyan. Me pregunto si algún día podré encontrar un lugar en el que vivir en paz —dijo Taryon apesadumbrado.

—Claro que lo harás. No deberías vaticinar malos augurios. Te harás fuerte y podrás luchar por tu libertad. Tu sangre es pura y de buena casta.

—¿De buena casta? Mi padre era campesino y mi abuelo antes que él. Ese es el único destino que me aguarda.

Arda guardó silencio y le dejó con su aflicción, observando de reojo como se miraba las manos pensativo. Keinar miró hacia atrás al captar la conversación y con una mirada firme recordó a su compañera que no hablara más de la cuenta. Ella se limitó a apartar sus ojos de él y sacó de su bolsa una pieza de fruta que entregó a Taryon.

—Gracias. —la agradeció él con una sonrisa apagada.


El viaje les alejó de Narboth y de las tierras que Taryon conocía. Los senderos por los que transitaron durante ese día y sus paisajes le eran completamente desconocidos. Olvidó su conversación con Arda y disfrutó del paseo, intentando memorizar cada detalle de esas tierras tan desemejantes a las que él estaba acostumbrado. Pero cuando el Sol se encontraba en lo más alto del cielo, un paisaje le heló la sangre y erizó todo el vello de su cuerpo. Sonidos quejumbrosos y muy lejanos llegaban a sus oídos encogiéndole el corazón y una niebla espesa y grisácea comenzó a acariciar su rostro. De pronto, los reconfortantes rayos de Sol, habían desaparecido.

—¿Do-dónde estamos? —preguntó con un ligero temblor que sacudía todo su cuerpo.

—En el bosque maldito —contestó Keinar con seguridad mientras amainaba el paso para caminar al lado de sus compañeros.

—¡¿El Bosque Maldito?! Menos mal que no vamos a entrar ahí —dijo Taryon aliviado cuando divisó la entrada al bosque entre dos montañas e intentaba calmar la intranquilidad que Branor sentía al estar tan cerca de ese lugar.

—Sí vamos a entrar —le contrarió Keinar—. No te separes de Arda o de mí y no se te ocurra bajo ningún concepto alejarte del sendero trazado. Si nos perdieras de vista por algún contratiempo, quédate donde estás. Si tu corcel sale corriendo, déjale que lo haga, sabrá encontrar la salida. No intentes avanzar tú solo ¿Entendido?

—¡¿Qué?! —preguntó Taryon nervioso, al borde de las lágrimas— ¡Debes de estar bromeando! ¡N-no pienso adentrarme e-en ese lugar y Branor tampoco!

—Taryon —Arda apoyó sus manos en los hombros del aterrado joven y se agachó para que concentrara su mirada en su cara— Es preciso que entremos aquí. Tenemos que hablar con alguien muy importante para nuestra causa. Solo él puede ayudarnos.

—Tengo mucho miedo.

—Lo sé, incluso yo lo tengo. Este sitio es estremecedor, pero debes de ser fuerte. Hazlo por tu libertad, Taryon. Comienza a luchar por ella.

Las palabras de la elfa infundieron confianza en el corazón de Taryon. Respiró hondo sintiendo como su cuerpo se relajaba y volvió a posar su mirada en el siniestro lugar. Entre las paredes escarpadas de dos montañas se encontraba el paso a la lóbrega arboleda. Los primeros árboles de troncos pelados y ramas desnudas les amenazaban con poses macabras y crujidos tétricos. Del interior manaba un hedor a podredumbre y agua estancada, a hojas secas y cadáveres podridos, y la humedad de la intensa niebla impregnaba sus ropajes y su piel con gotas grises de polvo y agua. Multitud de gruñidos les invitaban a alejarse de sus dominios, algunos sonaban amenazadoramente cerca y otros podían distinguirse en la lejanía como un eco incesante que les acompañaba sin descanso mientras avanzaban con cautela y con ritmo pausado hacia el interior del bosque.

Taryon caminaba agarrado a la capa de Arda, sin soltar las riendas de su asustado amigo —que no paraba de resoplar— y mirando en todas direcciones cada vez que escuchaba algún sonido cercano. La espesura de la niebla y sus ojos de humano le impedían ver más allá de lo que se encontraba a dos pasos y el agobio comenzó a apoderarse de él. Su corazón latía apresurado y el sudor —a pesar del intenso frío— resbalaba por su cuerpo mezclándose con la humedad del ambiente. Pronto comenzó a tiritar y a sentir como sus extremidades se entumecían.

—No… no puedo avanzar… más. E-estoy helado —dijo cayendo de rodillas.

Arda  tocó su frente para comprobar su temperatura y se dirigió a Keinar diciendo: —Está ardiendo. Necesita cambiarse esas ropas mojadas o enfermará de gravedad.

—¿Y de dónde sacamos ropa seca en este lugar, Arda? —preguntó el elfo cruzándose de brazos.

—Deberíamos volver. No aguantará mucho más tiempo. Hay que comprarle ropa limpia y…

—¡No! —la interrumpió Taryon mientras intentaba levantarse—. Estoy bien. Solo necesitaba descansar un momento. Sigamos.

—¿Estás seguro, Taryon? —preguntó Arda recelosa de sus palabras.

—Sí. Por favor, acabemos cuanto antes.

Keinar le miró unos instantes, reparando en su tez pálida y en la fatiga de su pecho subiendo y bajando con rapidez. Suspiró y se acercó a él, le retiró la capa y la arrojó a un lugar del camino —ignorando la protesta de Taryon— y sacó de su bolsa una túnica seca que portaba siempre para casos de emergencia.

—Desnúdate y ponte esto. —le ordenó ofreciéndole la prenda blanca.

—A-ah. Gracias, Keinar.

Su pudor le obligó a mirar a la elfa y ella comprendió inmediatamente que buscaba algo de privacidad para quitarse sus harapientas ropas y vestirse esa túnica suave y de buena calidad que Keinar le había dado. Suspiró aliviado al sentir la confortable tela acariciando su epidermis, pero el frío se colaba entre el fino algodón, helando su piel hasta los huesos. El elfo se quitó su gruesa capa y se la colocó a Taryon sobre sus hombros, escuchando un sonido de sorpresa que escapó de su garganta cuando por fin pudo descubrir parte de su misterioso rostro, aunque aún conservaba puesta la máscara que cubría su boca y su nariz. Observó, a pesar de la tenue visión que dejaba entrever la niebla, su pelo blanco como el brillo de la luna llena, cayendo por delante de sus hombros hasta su pecho; su faz tersa y morena, con una mirada firme y seria dibujada, sus largas orejas puntiagudas y sus ojos azules —casi transparentes— observándole mientras se vestía

—Gra-gracias de nuevo —le dijo con una sonrisa mientras se arropaba bien con la capa y se colocaba la capucha para evitar que el aire helara su rostro.

—Vámonos. —contestó Keinar con su habitual tono desabrido.


Reanudaron la caminata y se adentraron en el interior de la espesura. El contraste con el perímetro exterior era bastante impactante; los árboles secos dieron paso a un verdor agradable, la niebla se disipó parcialmente y el aire estaba mucho menos cargado que el de la entrada. Taryon respiró con una sonrisa cerrando sus ojos y se relajó caminando por la arboleda, pero su felicidad duró un instante. Un enorme garjo aterrizó desde un árbol a los pies de Keinar, medio agazapado y enseñando sus dientes mientras emitía un gruñido constante y uniforme. Sus ojos estaban clavados en los del elfo y los de este en los de la bestia. Sin parpadear, sin realizar el más minúsculo movimiento, tan sólo desafiándose con la mirada e intentando intimidarse mutuamente, pero ninguno de los dos se amedrentaba. Un rugido grave y mortal salió desde la base de su estómago, justo antes de abalanzarse sobre el elfo con un gran salto y con sus garras afiladas por delante. Keinar se agachó —sin desenvainar sus armas— dejando que el animal pasara por encima de su cabeza, y giró rápidamente para no darle el privilegio de mostrarle su lado ciego. Volvían a estar frente a frente, aunque esta vez no hubo duelo de miradas, el garjo estaba dispuesto a acabar con su presa y corrió gruñendo hacia él, pero Keinar adelantó su mano derecha, con el brazo completamente recto y la palma abierta, y pronunció en élfico una orden firme que hizo que el felino parara en seco y se quedara inmóvil, enseñando aún sus dientes y sin dejar de gruñir. El elfo dio un paso hacia delante muy lentamente, el garjo retrocedió la misma distancia, y lo mismo ocurrió veinte pasos más hasta que el felino dejó de gruñir y permitió que se acercara. No relajó su mano derecha en ningún momento, pero al llegar a menos de dos pasos del animal, la bajó despacio y se la acercó para que la oliera. El garjo admitió la superioridad de aquél que lo había logrado domar y agachó la cabeza, recibiendo como recompensa unas caricias detrás de su oreja.


—Vaya… eso ha sido impresionante —dijo Taryon en voz baja, temiendo que el animal pudiera revelarse en cualquier momento ante la mínima provocación.

—Es el único de los nuestros que logra domar a las bestias de corazón indomable. Creemos que el secreto está en sus ojos, pero el orgulloso afirma que es debido a su corazón impávido —le dijo Arda con una sonrisa.

—Nos vendrá bien su ayuda —afirmó Keinar mientras le hacía una señal a Taryon para que se acercara—. Monta.

—Tengo a Branor ¿Por qué habría de montar en una bestia?

—Porque este animal te protegerá, nada en este bosque podrá dañarte si estás a lomos de un garjo.

—Pero lo has domado tú ¿Cómo sabes que no me atacará a mí? —preguntó Taryon indeciso y nervioso.

—Ven y ofrécele tu mano. No la mires a los ojos. —Observó cómo el joven le hacía caso y se acercaba a la hembra— Respira hondo y aplaca tus nervios. Estás muy tenso. —Agarró la mano de Taryon y se la acercó despacio para que la olfateara.— Ninguna bestia podrá dañarte si permaneces en este estado de ánimo. Nunca dejes que el miedo se apodere de ti.

Taryon sonrió y acarició con decisión el suave pelaje blanco con rayas negras. Miró a su amigo, que aún seguía nervioso en presencia del felino, y se acercó a él para susurrarle con un abrazo en su musculoso cuello:

—No te separes de mí, chico. Este garjo nos protegerá.

Le dio unas palmaditas a su caballo y se subió a lomos del animal domado. No estaba seguro de cómo debía tratarlo para que le hiciera caso, aunque pronto descubrió que el felino se movía por iniciativa propia, siguiendo los pasos de Keinar, quien ya volvía a estar en la cabeza del grupo para liderar la marcha.

Los árboles seguían aumentando en frondosidad y el aire era tan puro que purificaba sus pulmones y calmaba cualquier sensación de agobio o malestar que tuvieran. Los sonidos amenazadores se distinguían levemente en la lejanía, pero otros muy distintos comenzaron a gobernar en el ambiente; crujidos y hojas moviéndose sin brisa era lo que sus oídos captaban, chirridos y ramas retorciéndose; árboles cobrando vida.

—¿Quiénes sois, aventurados mortales, y qué habéis venido a hacer a nuestros dominios? —Un árbol de la altura de cinco hombres se dirigió a ellos cuando se acercaron lo suficiente. Podía distinguirse la forma de un rostro en la mitad del robusto tronco cubierto de musgo y contaba con multitud de ramas tupidas que movía a su antojo al hablar, como si estuviera gesticulando.

—Mi nombre es Keinar Emerdiel, hijo de Baldhor, Príncipe de Heldüin y miembro del Consejo de los Cinco Sabios. Ella es Arda Emerdiel —dijo señalando a la elfa—, hija de Gardän y General de las Legiones Doradas. Debemos hablar con el Anciano. —El tono de voz empleado era más alto de lo que acostumbraba a ser, y su pose era altiva y desafiante, nada que ver con la que normalmente lucía.

—¿Y qué asuntos pensáis que son tan trascendentes como para interrumpir el letargo milenario del Anciano, Keinar, hijo de Baldhor?

—La protección del Predestinado.

Al escuchar las palabras del elfo, todos los árboles que se encontraban en la cercanía escuchando la conversación, se agitaron y revolvieron, produciendo un constante susurro de hojas y ramas. Taryon pronunció una exclamación y Arda le tranquilizó acariciando su hombro, pero sus ojos estaban fijos en la espalda de Keinar mientras su cabeza intentaba asimilar el nombre que este había empleado, tratando de detener el remolino de preguntas que se agolpaban en su cabeza, preguntas de las que sabía que no obtendría respuestas.

<<¿El predestinado? ¡¿Predestinado a qué?! ¿Un príncipe de los elfos está arriesgando su vida para salvarme? ¿Por qué no puedo volver a mi hogar?>>

El árbol que había estado hablando con Keinar todo este tiempo, murmuró algo ininteligible para los tres y después se dirigió nuevamente al elfo.

—¿Cómo estáis tan seguro de que este joven humano es el elegido?

—No hablaré de vitales asuntos con un mero guarda.

—Está bien, Keinar hijo de Baldhor. No recelo de tu sabiduría y conocida experiencia... Podéis pasar.

Los árboles que se encontraban enfrente de ellos impidiéndoles el paso, comenzaron a moverse muy lentamente, revelando a sus espaldas la otra parte del sendero. Un fulgor blanco y muy intenso fue apareciendo a medida que las tupidas ramas se iban separando, una calidez emanaba del otro lado, revitalizando sus cuerpos, y una sensación de paz les obligó a cerrar los ojos y a dejarse vencer por un sueño apaciguador.


Unos dedos suaves paseaban por su mejilla, casi sin tocarla. Una dulce nana —entonada de la forma más dulce—  sosegaba sus inquietudes. Sonreía con los ojos cerrados, embelesado por aquella paz que nunca antes había disfrutado, feliz por sentir una calma y un amor que su infancia no conoció. Esa melodiosa voz pronunció su nombre en un susurro —Taryon —Entonces abrió los ojos y despertó con un grito desgarrador, temblando y jadeando violentamente. El aire no penetraba en sus pulmones y sentía que se ahogaba, pero una voz familiar le tranquilizó y la horrible visión de la pesadilla se esfumó cuando vio el rostro dulce de Arda.

—Taryon ¿Qué ha pasado? —le preguntó ella retirándole los mechones de pelo de su sudorosa frente.

—E-es… ha sido una pesadilla. Yo… —Se miró las manos, aún temblorosas, y fue incapaz de describir aquella horrible escena; el rostro mutilado y sin piel de la madre que nunca conoció y la habitación de su aldea natal inundada de sangre.

—Tranquilo, solo ha sido un sueño. Estás a salvo.

Mientras recuperaba el aliento, miró en derredor para intentar averiguar dónde estaba, viendo como Arda volvía junto a Keinar, quien mantenía una conversación con el anchísimo tronco de un árbol que tenía grabado el rostro de un hombre muy anciano, con infinidad de ramas largas y delgadas, pobladas con hojas bipinnadas y multitud de inflorescencias cerradas que desprendían un agradable y relajante aroma.

—Acércate, joven humano.

Taryon se sobresaltó nuevamente cuando el árbol se dirigió a él. Se levantó de su improvisado lecho de hojas secas con cuidado y se acercó receloso. El anciano tronco emitió un crujido sonoro, como un lamento que pareció escapar de sus entrañas, y mantuvo el silencio durante unos instantes. El corazón del humano latió con fuerza al sentir como alguien hurgaba en su cerebro e intentaba leer sus pensamientos, haciéndole recordar cosas que no deseaba en esos momentos, pero mantuvo la compostura y esperó con paciencia a que el extraño árbol emitiera sus siguientes palabras. De pronto, un polvo emergió de una de las flores de las protuberantes ramas y volvió a sumirse en un profundo sueño.

—¡Hay iniquidad en su interior! Solo el más puro puede ser el predestinado. —dijo el árbol una vez Taryon estuvo dormido de nuevo.

—¡Estoy seguro de que él es el único! —insistió Keinar con ahínco—. Pero no ha conocido amor, sino sufrimiento y miseria en su corta vida.

—No hablo de esa clase de maldad. Algo oscuro mora en lo más profundo de su corazón. Algo de lo cual no podrá desprenderse nunca. Lo mismo que le obligó a acabar con la vida de ese garjo. El mal oscuro lo cegó, impidiéndole ver que ese animal únicamente lo estaba protegiendo. Nunca podrá luchar contra esa fuerza maligna.

—¿Le estaba… protegiendo? —preguntó Keinar comprendiendo por fin por qué el felino no alcanzó a Taryon durante la carrera. <<¿Acaso los animales lo intuyen también?>> —pensó mirando a Taryon.

—No puedo ayudaros, príncipe de Heldüin. Temo que vuestro viaje ha sido en balde. Debo volver a mi letargo.

Keinar suspiró abatido. Cuando el árbol volvió a su sueño, supo que había dicho sus últimas palabras y que se había negado a darles la bendición que estaba buscando, el poder que les permitiría atravesar las puertas del Monte Sacro en lo más recóndito de las montañas del norte de Cashidya. Arda acudió a su lado y le rodeó el brazo con el suyo.

—Keinar, lo hemos intentado. No llevo mucho al lado de este chico, pero confío en tu suposición. Es especial.

—Gracias, Arda. Pero eso no nos basta para lograr nuestro objetivo —dijo inquieto y mirando la figura dormida de Taryon.

—Lo sé, pero a pesar de ello, lo lograremos igualmente. Solo tenemos que mostrarle a Taryon el camino correcto. Erradicaremos ese mal de su corazón y convenceremos nuevamente al Anciano de su pureza. —Su brazo se deslizó hasta su mano y sus dedos se entrelazaron— No hay nada que juntos no podamos lograr.


Taryon despertó en ese momento, sobresaltado de nuevo por el repentino sueño y desorientado a la vez que confundido.

—¿Q-qué ha pasado?

—El anciano te obligó a dormir. Tenemos que irnos. —dijo Keinar separándose de Arda y caminando hacia el sendero por el que habían llegado.

Taryon se levantó en completo silencio, sin esperar más explicación que esa, y agarró las riendas de Branor, pero el elfo le hizo un gesto con su cabeza y le indicó que volviera a lomos del garjo, que descansaba tranquilo sobre la hierba mullida. A regañadientes se acercó al animal y se subió para deshacer el camino que habían traído. Ya no le preocupaba el bosque tenebroso que habían atravesado para llegar hasta ese extraño lugar, ni los garjos que amenazaban en cada arbusto y tampoco los tétricos sonidos que le produjeron constantes escalofríos; lo que le afligía era su destino, el importante papel que parecía que desempeñaba y sobre el que nada sabía.
El camino de vuelta fue relativamente tranquilo, el garjo que Taryon montaba se encargó de ahuyentar a toda aquella criatura que intentaba desafiar al grupo y consiguieron llegar a la entrada del bosque antes de que cayera la noche. El felino volvió corriendo a sus dominios y los cuatro se dirigieron al oeste, buscando refugio entre las paredes escarpadas de las montañas que se erguían a su derecha, hasta que encontraron una cavidad en la que los tres pudieron descansar y resguardarse del frío.
Esa noche Arda hizo la guardia, por lo que Keinar permaneció en el interior de la roca con Taryon, quien aún se encontraba cabizbajo y tremendamente pensativo, mientras roía el hueso de un ciervo que había cazado el arquero.

—Ha llegado el momento de darte alguna explicación. —le dijo Keinar mientras descansaba su espalda en la fría pared y observaba cómo el joven se arropaba con su capa.

—¿En serio? Pensé que no estaba preparado para ello. —dijo Taryon con indiferencia.

—Y no lo estás, pero hay cosas que puedes y debes saber.

—¡Solo quiero saber por qué de pronto soy tan importante! ¡Soy el hijo de un campesino!

—Cálmate. Esas actitudes infantiles son las que me impiden contarte toda la verdad, o al menos todo lo que yo sé de ella. —Hizo una breve pausa hasta que Taryon se relajó y después le dijo—: Ya sabes que el objetivo de Huner no era tu padre y también sabes que Vartyan te está buscando. Él piensa que tienes algo valioso, y yo también tengo la firme convicción de que posees una fuerza dentro de ti de la que todavía no eres consciente. No puedo decirte nada más, Taryon, pues desconozco la verdadera naturaleza de ese poder y su finalidad. Tan solo lo presiento e intuyo.

—¿Cómo me has encontrado? ¿Cómo me ha encontrado el rey Vartyan? —preguntó sentándose a su lado.

—Eso es parte de lo que no puedo revelarte aún. Lo sabrás todo, a su debido tiempo. Te doy mi palabra. —Sus ojos se encontraron y Taryon le sonrió, provocándole de nuevo esa sensación reconfortante en su interior a la cual estaba empezando a acostumbrarse.

—Así que eres un príncipe elfo —dijo apartando su mirada para centrarla en sus manos de nuevo—. Eso tiene que ser increíble. Vivir en un castillo y tener todo lo que desees a tu disposición.

—Los elfos no tenemos esas edificaciones. Nuestros castillos no son como los que tú conoces.

—Nunca he visto ningún castillo con mis propios ojos ¿Me llevarás alguna vez a tu hogar? —le preguntó recuperando su tono risueño—. Siempre he soñado con conocer a un elfo y sobre todo con poder contemplar esos bosques que describen los relatos, las verdes praderas y las aguas cristalinas, las finas cascadas que vierten sus aguas a enormes lagos y esas montañas de picos permanentemente nevados, adornadas de pinos milenarios y habitadas por animales extraños.

—Tu descripción no es errada, aunque sí demasiado idealizada. Esos paisajes los disfrutábamos en tiempos de paz, ahora la guerra también desuela nuestras tierras. La belleza no es algo primordial en estos tiempos aciagos.

—¿Por qué, Keinar? ¿Por qué el mundo tiene que sangrar tanto por la codicia de unos pocos? —le preguntó bajando su mirada con un gesto de tristeza.

Por primera vez desde que se encontraron, el elfo se quitó su máscara y le dejó contemplar su rostro. Los ojos de Taryon se abrieron de par en par y se perdió recorriendo cada detalle de sus hermosas facciones; joven pero al mismo tiempo longevo, perfecto y cautivador, misterioso y atractivo; sin la máscara no tenía ese semblante serio y duro que Taryon pensaba que lucía a todas horas.

—Porque una imparable sombra de maldad se cierne sobre todas las almas que moran en este mundo, porque el corazón de los que gobiernan es oscuro. Pero hay esperanza Taryon, un suave y leve atisbo de optimismo que empieza a brillar cada día con más intensidad. Y tú... serás testigo de esa transición hacia un nuevo mundo.

viernes, 23 de enero de 2015

Capítulo 3 - Brean'Dur

—Ya me ha oído, anciano. Realizamos el encargo con la eficacia y sigilo acordados. Nadie sospecha que no se trate de un suicidio. Queremos la cantidad que se nos prometió.

—No seáis insolente, joven. Os advertí que debíais ser muy cautos ¡Y no solo no lo habéis sido, sino que además asesinasteis a un sacerdote de mi clero!

—¡Cálmese! ¡Nadie nos dijo que el trabajo lo tendríamos que llevar a cabo en un templo! Hemos hecho lo que nos ha pedido, ahora queremos nuestro oro.

Sander permanecía de pie para parecer más intimidante, su jarra de cerveza descansaba intacta sobre la mesa y su espada, llamada Tempestad, en la vaina que portaba en su espalda.

Deja de razonar con él, estúpido necio. No nos dará nuestra recompensa. —le transmitió mentalmente su espada.

Cállate. Sé lo que tengo que hacer. Deja de meterte en mi cabeza. —Cuando encontró a Tempestad en el cubil de un dragón, hace tiempo muerto, no se imaginó que pudiera penetrar en su mente y adueñarse de sus pensamientos. Le atrajo la empuñadura de adamantio negra con cabezas de dragón doradas y el fulgor oscuro de su hoja, pero sobre todo el irrompible filo de diamantes de arminthio, sin duda extraído de las inhóspitas minas del mismo nombre, que se encuentran en las entrañas de las montañas donde moran los aislados enanos de Keorn. —No se lo repetiré, anciano. Deme mi oro.

—Tendrá que ser la mitad, por las molestias que me habéis ocasionado. Lo siento, hijo. —El clérigo de barba blanca y tez pálida, elevó la barbilla arrogantemente tras pronunciar su última oferta y le dio un sorbo a su jarra de cerveza.

—Muy bien —le dijo sonriendo y mirando a su compañero Karven, quién había permanecido en silencio durante toda la conversación, comiendo distraído sin prestar demasiada atención—, entonces esas serán sus últimas palabras. Le reuniré con su amado dios y tomaré lo que es mío, apelando a su divina justicia.

Sin ningún miramiento, deslizó la daga oculta en su costado derecho por el cuello del sorprendido clérigo, en completo silencio y con tal rapidez que nadie se percató de lo que había ocurrido. El agonizante hombre descansaba su cabeza en la tabla de la mesa, ahogándose con su propia sangre e intentando inútilmente no desangrarse tapando el profundo corte con sus manos, mientras los dos asesinos salían de la taberna con la abultada bolsa de oro que Sander arrancó de su cinturón, con una completa calma, como si no acabaran de degollar al clérigo mayor de la orden de Hastra, el popularmente venerado dios de la justicia.

—Que la justicia de esa bastarda deidad recaiga sobre mi alma oscura —dijo Sander a su compañero con un tono cargado de sarcasmo y de desprecio a la vez que se agarraba los genitales.

—Creo que te has arriesgado demasiado, Sander. Podríamos haber esperado a…

—Si hemos sobrevivido tanto tiempo no ha sido gracias a ti, Karven —le interrumpió señalándole con el dedo— Además, mi sigilo es impecable, nadie se ha dado cuenta.

—Pero ya habrán descubierto el cadáver, y nos han visto con él. 

—¡Maldita sea! ¡¿Acaso nos conoce alguien en este inmundo lugar?! Relájate, estás muy raro últimamente. Me parece que alguien necesita una cama para liberar todo ese nerviosismo. —Con la sonrisa que se dibujó en sus labios cuando pronunció la última frase, le dejó muy claro a Karven sus intenciones.

—No estoy raro, estoy bien, pero…

—Y ahí vas de nuevo —le interrumpió con tedio.

—...no quiero que nos descubran. Eso es todo —le dijo en voz baja para que no le pudiera escuchar nadie que no fuera su compañero.

—No seas necio, Karven. Nadie sabe absolutamente nada —Empujó al arquero a un callejón vacío y estrecho y le empotró su espalda contra la pared. Su mirada estaba cargada de deseo y acorraló a su compañero apoyando las manos a ambos lados de su rostro, susurrándole al oído—: Ninguno de estos necios se atreverá a hacernos frente cuando sepan quienes somos, así que relájate y encuentra una posada… Ahora.

Karven cerró los ojos. Sintió algo cálido humedecer sus labios, recorrer su mejilla, acariciar su cuello. Inundó el aire de esa polvorienta callejuela con un gemido que se le escapó cuando una agresiva y desesperada mano jugaba con las hebillas de su coraza de cuero, sin intención alguna de desabrocharla, y agarró una de las correas que sujetaban la armadura de Sander a su cintura, tirando de ella para acercarlo y sentir su rodillera de acero en la entrepierna.

—¿Quieres una posada? —le preguntó Karven mientras intercambiaban las posiciones— Gritas demasiado, no podemos follar en una posada. —Le sonrió acariciando su mejilla.

—Nuestros vecinos nunca se han quejado del espectáculo —le contestó empujándole violentamente contra la otra pared del callejón y lanzándose rápidamente hacia él— y además ¿Crees que me importa lo que esas escorias insignificantes piensen de nosotros? —La pregunta fue acompañada de un brusco empujón contra el muro y de una mirada depredadora que Karven conocía a la perfección.— Encuentra una maldita posada.


La villa de Espino Seco era una de las más pobladas y con más recursos del reino de Ashenford. La noche había caído sobre sus calles y edificaciones y los habitantes se retiraban a sus hogares o se dirigían a comenzar sus actividades nocturnas, como las peleas de gallos gigantes, de casi un metro de altura, o los servicios de prostitución que ofrecían los numerosos burdeles del distrito por el que paseaban los dos asesinos.
El aire estaba cargado de perfume barato, orines y heces de caballo y la calle estaba bastante concurrida de hombres solitarios y, sobre todo, de mujeres que se colgaban de sus brazos de forma untuosa. Sander y Karven se zafaban de esos contactos apartándose con brusquedad y dirigiendo miradas cargadas de desprecio e indignación. Ambos coincidían en que vender el cuerpo era denigrante, procaz y lúbrico y también en que había muchos otros caminos que se podían seguir para sobrevivir en ese mundo desalmado, como por ejemplo el que ellos habían elegido; vender sus habilidades con la espada y el arco a cambio de cuantiosas sumas de oro.
Comenzaron realizando trabajos característicos de los mercenarios. Les encomendaban tareas que los clientes no podían llevar a cabo y les enviaban a multitud de mazmorras, templos, o cualquier otro recóndito lugar en busca de objetos dispares de incalculable valor. Pero el destino quiso que un día se toparan con una inusual petición; tenían que librarse de una amenaza que el cliente no especificaba y tan solo les ofreció una desorbitada cantidad de oro por acabar con una criatura que residía en una cueva no muy lejana a donde se encontraban. Se dispusieron a complacerle, deseosos de poner sus manos en la abultada y pesada bolsa de cuero que les mostró antes de partir, y se adentraron en el citado lugar, pero cuando vieron de lo que se trataba, se mostraron por primera vez indecisos: Un asustado elfo les rogó y suplicó por su vida, y les explicó que su cliente no era más que un genocida que quería ver a todos los elfos muertos, incluso a los inocentes como él que solo intentaban sobrevivir, pero Sander no se conmovió con sus palabras y dio el paso atravesándole el corazón con su espada, sin ningún remordimiento y con la codicia plasmada en su mirada. Karven dudó de lo que acababa de hacer su compañero y tuvo una acalorada discusión con él sobre lo inmoral de su sangriento y cruel acto, pero después de una temporada sin mantener el contacto, al final volvió a su lado y entendió la corrupción del mundo que le había tocado vivir. Comprobaron que los asesinatos eran muchos más beneficiosos para sus riquezas y aprendieron a no hacer preguntas antes de cumplir eficazmente sus cometidos, haciéndose conocer, temer y respetar bajo el nombre de Brean’Dur, que en el idioma de los antiguos significa La Muerte Sigilosa.

—Todas estas posadas apestan a heces. No voy a pasar la noche en ninguno de estos tugurios. —dijo Sander con repugnancia y tapándose la nariz con sus dedos.

—Yo tampoco. Vamos a mirar en el barrio noble. No sé por qué te empeñas en que acabemos en estos lugares si podemos costearnos algo mejor.

—La verdad, yo tampoco lo sé, además te dije que te encargaras tú.


Después de unos minutos más caminando encontraron al lado de la seguridad de las murallas del castillo, el barrio más caro y mejor situado de toda la ciudad. El ambiente había cambiado por completo y, a diferencia de la bulliciosa avenida de los prostíbulos, en ese lugar reinaba la calma y el silencio. Las calles estaban relativamente limpias y podían respirar sin que la bilis les subiera hasta la garganta. Entraron en la primera posada que vieron, de nombre El Caballo Herrado, y pidieron una sola habitación, especificando que dispusiera de una cama amplia. El posadero les miró a ambos, intentando no ser demasiado obvio con sus pensamientos al observar que se trataba de dos hombres, y les indicó donde podían pasar la noche.
En el preciso instante en que la puerta se cerró, aislándoles del mundo exterior, Sander se lanzó hacia su compañero. Sus habilidosas y ágiles manos le desabrochaban las hebillas de su coraza de cuero con habilidad y usaba el cuerpo para fijarle su corpulenta espalda a la madera de la puerta y que no pudiera hacer ningún movimiento. Con pequeños rodillazos le despertaba su entrepierna, sonriendo satisfecho al observar como su estático compañero se había dejado llevar completamente por su iniciativa, y con pequeños mordiscos y breves besos rudos marcaba la piel por todos los rincones por los que sus labios pasaban, arrancando gemidos quedos de la garganta de su excitado amante.

—Sabes cuanto odio que juegues de esta forma —le dijo Karven entre jadeos.

—Y tú sabes cuánto me gusta hacerlo.

Pronto el peto y el espaldar cayeron al suelo y Sander pudo poner las callosas manos sobre la fina túnica que cubría el torso musculoso de su amante. Sus ojos se encontraron, sus miradas se fundieron y después de unos breves instantes sus labios se acariciaron, esta vez sin prisa, saboreando el interior de sus bocas y deslizando sus manos por cada una de las zonas que lograban alimentar el deseo del otro asesino al que conocían tan bien.
Desprenderse de las armas y armaduras siempre requería de una cantidad de tiempo considerable, pero lo sabían aprovechar para tantearse y provocarse, a veces más de lo necesario como tal era el caso, hasta que la necesidad era tan apremiante que algunas piezas como los brazales o las grebas, permanecían en su lugar.
Karven se quitó los guantes y subió la camisa de su amante por encima de sus hombros, le sujetó por sus nalgas y lo tumbó en la cama, separando sus piernas y colocándose entre ellas. Su excitación había alcanzado un punto culminante y no tenía ganas de seguir jugando, así que le bajó los pantalones con rudeza hasta que las grebas le impedían seguir bajando, e hizo lo mismo con los suyos hasta dejarlos por debajo de sus glúteos.

—Hazlo de una vez —le dijo Sander mientras apoyaba sus botas de acero en los hombros de Karven y le agarraba con firmeza su erección intentándola acercar a su entrada.

—Te he dicho que no seas tan impaciente —le recriminó apartando su mano y sus pies— ¿Dónde está el vial de aceite?

—¡Vamos, Karven! ¡Maldita sea!

La desesperación de su amante no hacía sino aumentar su grado de impaciencia. Bajó de la cama y rebuscó en ambos cinturones, hasta que encontró en el suyo lo que buscaba y lo abrió dirigiéndose de nuevo hacia el lecho. Restregó el líquido por su erección y por el agujero de su amante, sacando antes el dedo que Sander se había introducido mientras él se había ausentado, y acarició sus glúteos, deleitándose con su mirada apremiante mientras se posicionaba de nuevo de rodillas entre sus piernas. El guerrero volvió a apoyar sus pies sobre los hombros de Karven y este separó sus nalgas y comenzó a presionar abriéndose camino con poca delicadeza, a la vez que los gemidos y súplicas que llegaban a sus oídos acababan con su paciencia. Cuando estuvo completamente dentro, agachó su espalda y le susurró al oído:

—Se está tan a gusto aquí dentro. Podría estar con mi polla dentro de ti todo el día.

—Cállate y fóllame de una vez.

Sander movía sus caderas para apremiar a su amante, pero este se mantenía estoico y firme. Acariciaba su torso, deslizándose muy lentamente por su interior y susurrándole esas palabras que lograban derrumbar la fachada de hombre duro que Sander lucía todo el día con orgullo. Poco a poco el guerrero se rendía ante la delicadeza de su arquero, agarraba las sábanas cuando aumentaba el ritmo e inundaba la posada entera con sus gemidos y sonidos de desesperación. Nadie excepto Karven conocía ese lado vulnerable, ningunos oídos que no fueran los suyos habían escuchado a ese impasible hombre suplicar, rogar, ni siquiera demostrar atisbo alguno de afecto.
El sudor resbalaba por sus cuerpos y el éxtasis estaba próximo, pero el arquero no tenía intenciones de acabar todavía y salió de su interior un par de minutos para que se aliviara esa necesidad de dar paso al orgasmo, pero la maniobra no gustó a su amante.

—¡Por el Gran Abismo! ¡¿Qué crees que estás haciendo?! —le gritó mientras se sentaba en la cama para amenazarlo mejor y le empujaba contra la pared.

—No quiero acabar.

—¡Maldita sea! ¡Deja de hacer siempre esto! —le gritó escuchando como se reía— ¿Qué es tan gracioso? —Después de formular esa pregunta cargada de odio, se puso de rodillas en su regazo y se introdujo su erección sin previo aviso— ¿Es que siempre soy yo el que tiene que hacerlo todo?

Karven apoyó con firmeza la espalda en la pared y agarró fuertemente la cintura de Sander con sus manos mientras este apoyaba las suyas en sus hombros para poder llevar el ritmo que le gustaba, un ritmo rápido y duro que nada tenía que ver con el que el arquero empleaba cada vez que se acostaban juntos.

—Un día te mataré —le confesó cuando sintió que no podía aguantar más su orgasmo— ¡Arrojaré tu condenado y mutilado cadáver al abismo más profundo!

Sander llegó primero a su clímax pero no dejaba de subir y bajar sus caderas, imitando ese ritmo afanoso que había mantenido durante los escasos minutos que permaneció encima de Karven, y que únicamente disminuyó cuando sintió que eyaculaba por fin dentro de él. Poco a poco fue parando hasta que se quedó inmóvil, sentado encima de la erección de su amante, jadeando y con la frente apoyada en su hombro derecho.

—Yo también te quiero, bastardo desalmado —le dijo Karven riéndose, acostumbrado a esa agresividad a la que había empezado a tener cariño.

—Estúpido. No sé por qué tienes que hacer siempre esas sandeces. —Le miró con su típica mirada cargada de reproche y sacó su erección levantándose bruscamente. Se tumbó en la cama y se arropó con las sábanas dándole la espalda.

—¿Vas a dormir con las grebas y los braza…?

—Dormiré con lo que se me antoje. Déjame en paz. —le interrumpió con tosquedad.

Karven se rio en voz baja para no irritar más a su compañero y terminó de deshacerse de las pocas piezas de armadura que aún permanecían atadas a su cuerpo. Se echó en la cama al lado de Sander y después de acariciar su pelo negro le susurró:

—Buenas noches, dragón.



Los primeros rayos de sol atravesaron la tela beige de las cortinas, incomodando a los sensibles ojos claros de Sander. Separó sus párpados perezosamente y chasqueó molesto su lengua apartando la mano que le abrazaba por la cintura.

—Ni soy tu prometida, ni soy tu ramera ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, Karven?

—¿Hmmm? —le contestó somnoliento, e ignoró su pregunta estirando sus músculos y diciéndole—: Estoy muerto de hambre, ayer al final no cenamos por culpa de tu exceso de líbido. Algún día cumplirás tus amenazas y acabarás matándome, pero no será tu espada la que se encargue de hacerlo, sino que será tu…

—¡Está bien! Me ha quedado claro. Vamos a comer algo.

Se colocaron sus armas y armaduras y abandonaron la habitación para bajar las escaleras. Comieron un estofado caliente de carne, patatas y setas, el preferido de Sander, y salieron de la posada para encaminarse a su siguiente destino después de reponer provisiones en una tiendecita situada en la entrada de la villa Espino Seco.

—Sander, hay una cosa que no entiendo de tu plan. —dijo Karven cuando comenzaron el viaje.

—¿Qué te pasa ahora?

—Si les perdemos de vista ¿Cómo los encontraremos luego?

Sander dejó de andar y le agarró la correa que sujetaba su carcaj para que se girara. Se acercó y le dijo:

—Dime qué te sucede. —Su intensa mirada penetró en los ojos oscuros de Karven.

—¿Qué? No me ocurre nada ¿Otra vez estás con eso? —le contestó cruzándose de brazos con indignación y cierta incomodidad por su insistencia.

—¡Te conozco desde hace veinte años! ¡No puedes ocultarme estas cosas!

—¡Sander, déjalo ya! Solo quiero saber cómo vamos a encontrarles cuando salgamos de Mandun. Es Keinar de quien estamos hablando, y esa elfa no parecía ninguna principiante por su forma de moverse ¿Crees que será tan fácil como seguirle la pista a un Jark(1)?

—Odio que seas tan estúpido. Sé a dónde se dirigen y también cómo llegar allí antes que ellos. —le dijo con una sonrisa arrogante y cruzándose de brazos.— ¿Acaso yo hago las cosas improvisadas?

—¡Pero qué necio soy! ¿Cómo he podido dudar del formidable Sander? —preguntó con un tono cargado de sarcasmo y haciendo una pequeña reverencia.


La respuesta del guerrero murió en su garganta cuando escuchó un gruñido helador a sus espaldas. La amenaza no pertenecía a ningún animal común de la zona y parecía tener un tamaño considerable, además de unas intenciones perniciosas. Karven miró a su compañero esperando su señal y cuando vio su movimiento de cabeza ambos se dieron la vuelta con mucha cautela y llevando ambas manos a sus armas. La criatura que tenían ante sus ojos les era desconocida. Sus enormes y alargadas plumas azules recubrían su cuerpo, el cual poseía el tamaño de dos hombres y estaba erguido sobre dos patas que acababan en pezuñas; su cabeza era como la de un águila gigante, pero con ojos amarillos y dos orejas parecidas a las de los gatos; y la cola se asemejaba a la de cualquier ave común.
Un graznido les puso en guardia, la veloz bestia cargó hacia ellos extendiendo las enormes alas pero, a pesar de su rapidez, una flecha salió disparada con gran precisión hasta clavarse en su ojo derecho antes de que pudiera alcanzarles. Aprovecharon que el extraño ave estaba reculando y retorciéndose de dolor y se posicionaron para comenzar con su estrategia de combate habitual: Sander en la vanguardia asestando tajos con Tempestad y Karven en la retaguardia debilitando al enemigo con su arco cargado de flechas impregnadas de veneno paralizante.
La espada intensificó su brillo oscuro y guió mentalmente a su portador hacia la nuca del animal, que ya comenzaba a recomponerse. Lo golpeó con fuerza, convencido de que un solo golpe bastaría para derribarlo, pero reculó con una maldición y completamente sobresaltado, cuando escuchó como el filo de diamantes impactaba contra algo pétreo y muy resistente.

—¡¿Pero qué…?!

Su protesta fue interrumpida cuando un ala de la bestia golpeó su coraza, lanzándolo un par de metros hacia atrás y dejándolo momentáneamente sin aire.

—¿Q-qué es esta cosa? —logró decir mientras recuperaba el aliento con las rodillas clavadas en la tierra.

—¡¿Qué estás haciendo, Sander?! —le gritó Karven sin entender qué pasaba.

—¡Cállate! ¡Las plumas de esta abominación son tan duras como la piedra! —le advirtió bastante irritado.

El guerrero vio como el animal cargaba de nuevo con rapidez y furia hacia él e intentó levantarse, pero al calcular que no le daría tiempo, decidió rodar y desviarse de su trayectoria. Mientras tanto, Karven intentaba atraer su atención con sus flechas, pero debido al duro plumaje la bestia ni siquiera se percataba de su existencia y por un momento reinó el desconcierto entre los dos; sus acciones y ataques siempre en armonía y coordinados, no eran más que decisiones caóticas e improvisadas, la compenetración de ambos era desatinada, pero su experiencia les permitió esquivar los avances del animal y no permitirle ventaja alguna, hasta que Sander se percató de su punto débil, de su única opción viable. Su compañero ya le había destrozado un ojo y sabía que podría hacer lo mismo con el otro, así que plantó las botas con firmeza en el suelo y atrajo la atención de la bestia para que volviera a cargar hacia él.

—¡Karven!

Solo eso bastó para que el arquero comprendiera sus intenciones. Preparó rápidamente una flecha, respiró hondo y apuntó al otro ojo; esperó que se acercara confiado a Sander y justo antes de que su pico impactara en la cabeza de su compañero, este se agacho y Karven soltó la flecha certera que logró dejarlo ciego.
Los graznidos agudos del animal encolerizado les reventaban los tímpanos y sus alas pétreas daban bandazos aleatorios en todas direcciones intentando con exasperación que nadie se le acercara mientras amainaba el tremendo dolor que estaba sintiendo. Era un animal mal herido y acorralado y Sander sabía que ese momento era crucial y muy peligroso, así que hizo una señal a Karven para que se acercara y saliera de la protección de su posición, y con un grito que le infundió ánimos y fuerzas saltó sobre la espalda de la bestia, rodeándole el cuello con sus brazos. Una vez más el arquero comprendió cuáles eran sus intenciones y, mientras el animal echaba la cabeza hacia atrás al no poder soportar el peso del humano, le hundió la hoja de su daga en el pescuezo, silenciando por fin esos insoportables sonidos.

—¿D-de dónde ha salido este animal? —preguntó Sander jadeando y sentado en el suelo.

—No tengo la menor idea. Nunca hemos visto nada así. —Karven analizaba la extraña bestia y tocaba sus plumas con recelo. A simple vista parecían suaves y finas, pero al tacto eran tan ásperas y duras como la piedra.— Esto es muy extraño. Por cierto —le dijo mirándole con los brazos cruzados—, deberías de dejar de ser tan osado. Lograrás que te maten algún día.

—¿Para qué estás tú sino para salvar mi trasero? —le preguntó con una sonrisa y dándole una palmada en sus hombreras.

—Lo que tú digas —le dijo levantando sus manos en un gesto de desesperación—. Ya hemos perdido mucho tiempo aquí.

—Sí, será mejor que nos movamos. —Se levantó con esfuerzo y recogió su espada que había dejado caer antes de dar el salto al cuello del misterioso ave.— Casi me rompe las costillas, menos mal que llevaba la armadura de acero ¿Eh?

—Sí, menos mal. Hubiera sido una auténtica desgracia —le dijo con un tono sarcástico y comenzando a andar.


La pelea les había robado un tiempo que no disponían y aceleraron el paso para intentar llegar a la aldea de Grashow antes del anochecer. Únicamente se detuvieron para comer un conejo que Karven cazó al medio día y después siguieron con el mismo ritmo apresurado por el sendero que les llevaba directamente a su destino. Gracias al permanente desnivel descendente del camino, pudieron alcanzar la aldea justo cuando entró la noche, aunque a cambio habían drenado sus energías y se encontraban tremendamente exhaustos.
El olor a mar se mezclaba con el de las heces de caballo y la humedad se pegaba a sus ropas y a su piel, haciendo que llevar armadura resultara bastante engorroso.

—Odio estos sitios de mar, es como si la armadura estuviera fundida con mi piel.

—Huele bien, podríamos comer algo aquí. —dijo Karven ignorando su descontento y mirando hacia una pequeña posada de la que salía un olor a carne asada que hacía rugir sus estómagos.

—Creo que por fin has tenido una buena idea.


El local estaba prácticamente desierto, a excepción de una pareja sentada al lado de una ventana y un par de ancianos ebrios argumentando cosas sin sentido con jarras de cerveza en la mano. La posadera les recibió con entusiasmo y les sirvió dos platos con medio costillar de cordero a cada uno, que no tardaron en devorar y dejar limpio, junto con varias jarras de hidromiel. Al terminar su cena, les acomodaron en una habitación con dos camas y, después de despojarse de sus armaduras, se tumbaron para descansar y reponer su cuerpo de la dura pelea y la caminata intensa y sin apenas descanso que habían realizado durante todo el día.

En medio de la noche, Karven abrió el ojo, un sonido le había alarmado y se levantó observando que su compañero no estaba en su cama. Caminó hacia la ventana y vio como entablaba conversación con un hombre ataviado en una capa negra y sencilla. Los movimientos de ambos eran apresurados y, después de intercambiar algo que no pudo distinguir desde arriba, Sander volvió a entrar en la posada y el extraño se marchó dirección al puerto.

—¿Qué estás tramando ahora, Sander?

Suspiró decepcionado, negando con la cabeza, y volvió a meterse entre las sábanas antes de que el guerrero entrara en la habitación con sigilo e hiciera lo mismo, no sin antes esconder lo que le había dado el misterioso personaje en un compartimento de su cinturón.


Cuando despuntó el día ambos volvieron a colocarse sus armaduras y a prepararse para emprender el final del viaje que les llevaría a Mandun, capital de Ashenford. Karven permanecía en un inusual silencio y con una expresión de enojo que no pasó desapercibida a la persona que mejor le conocía.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—¿Otra vez? Nada —le contestó mientras se abrochaba su brazal de cuero derecho.

—Maldita sea, Karven. Creo que te estás haciendo viejo. —dijo riéndose y colocándose su espalda al hombro.

—Será eso.

La seca respuesta silenció la risa de Sander y una preocupación comenzó a crecer en él. Karven no solía tener esa actitud fría y distante y siempre intentaba que las cosas entre ellos fueran claras y concisas, pero esa mañana no tenía ganas de hablar y mucho menos de expresar lo que le ocurría.

<<¿Me habrá visto anoche mientras hablaba con ese tipo? No lo creo, me lo hubiera dicho, o más bien, se hubiera puesto como una fiera pidiéndome explicaciones. Odio engañarlo y ocultarle cosas pero… no puedo decírselo… aún no>>

Los pensamientos y cavilaciones de Sander fueron interrumpidos por un estruendo que les era aterradoramente familiar. Una bola blanca de magia pura impactó con violencia en el medio de un conjunto de colinas cercanas que se podían divisar desde su habitación y ambos se encaminaron hacia el vidrio para intentar averiguar qué o quién era el creador de semejante cantidad de energía concentrada.

—No… no puede… ser —dijo Sander titubeando sin apartar la mirada del causante del destrozo.

—Me parece que… vamos a entretenernos más de lo planeado.





(1)  Jark: Raza de humanoides con cuerpo de reptil que habitan en pequeños núcleos esparcidos por los bosques más frondosos. Su cuerpo suele ser de color verde, aunque también existen ejemplares con las escamas de color beige o marrón más oscuro. Sus ojos tienen todos tonalidades vivas, abarcando un amplio abanico colores desde el blanco hasta el rojo. En la cabeza les crecen pequeños cuernos con puntas filadas y se rumorea que la cantidad de ellos depende del poder que ostenta cada uno, aunque no se ha podido demostrar. Caminan sobre dos patas y su tamaño medio es un poco más alto que el de los humanos, aunque la diferencia no es notoria.
Suelen caracterizarse por ser bastante torpes, despistados, lentos y muy rudos, por lo que resulta sencillo seguir su rastro sin ser descubierto.